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En la India nada para ver, todo que interpretar.

Kabir tenía 120 años y estaba por morirse cuando cantó:

Estoy borracho de alegría,
de la alegría de la juventud.
Ahí están los treinta millones de dioses.
Ya voy. - ¡Alegría, Alegría!
Franqueo el círculo sagrado...

Conozco una veintena de capitales. ¡Bah!

¡Pero ahí está Calcuta! ¡Calcuta, la ciudad más repleta del Universo!

Figuraos una ciudad compuesta exclusivamente de canónigos. Setecientos mil canónigos (más setecientos mil habitantes en las casas: las mujeres. Tienen una cabeza menos que los hombres, no salen a la calle). Se está entre hombres, impresión extraordinaria.

Una ciudad compuesta exclusivamente de canónigos. El bengalí nace canónigo, y los canónigos, salvo los muy chiquitos que van en brazos, van siempre a pie.

Todos peatones, por las aceras y por la calle, altos y flacos, sin caderas, sin hombros, sin ademanes, sin risas, eclesiásticos, peripatéticos.

Diversidad de trajes.

Algunos casi desnudos; pero el verdadero canónigo es siempre canónigo. Los que están desnudos son quizá los más dignos. Unos de togas con faldones echados hacia atrás, o con un faldón echado hacia atrás, de toga malva, rosa, verde, borra de vino, o de traje blanco; demasiado numerosos para la calle, para la ciudad; todos, seguros de sí mismos, con una mirada de espejo, una sinceridad insidiosa y ese descaro especial que produce la meditación, con las piernas cruzadas.

Miradas perfectas sin altos ni bajos, sin defecto, sin éxito, sin percepción.

De pie, los ojos parecen de hombres acostados. Acostados, de hombres de pie. Sin flexión, sin blandura, prendidos en una red -¿cuál?

Muchedumbre abierta, franca, que se baña en sí misma, o más bien, cada uno en sí mismo, insolente, y cobarde si la atacan, desprevenida entonces y estúpida.

Cada ser cobijado por sus siete centros, por los «lotos», los «cielos», por las oraciones de la mañana y de la tarde a Kali, con meditación y sacrificio.

Atentos a evitar las contaminaciones de toda clase, los planchadores, los curtidores, los carniceros mahometanos, los pescadores, los remendones, los pañuelos que guardan lo que debe volver a la tierra, el asqueroso aliento de los europeos (que todavía guarda el olor de la matanza de la víctima), y en general las causas innumerables que sumergen y vuelven a sumergir al hombre en el fango, si se descuida.

Atentos y brutos (el que ha nacido idiota, se hace dos veces más idiota, y ¿quién más idiota que el hindú idiota?), lentos, medidos, hinchados. En las piezas y films hindúes, los traidores que se revelan, el oficial del rajah que desenvaina furioso... no obran de inmediato. Necesitan una treintena de segundos, durante los cuales «arman» su cólera. Reticentes, no se aventuran a la calle y al torrente de la vida sino huraños, interiormente revestidos, envainados y abovedados. Nunca deshechos, nunca agotados, sin destino, nunca desamparados. Seguros e insolentes.

Sentándose donde les da la gana; cansados de llevar una canasta, la tiran al suelo y se repantigan; encontrando un peluquero en la calle o en una esquina, «Caramba si me hiciera afeitar...» y haciéndose afeitar ahí, en plena calle, indiferentes al amontonamíento, sentados en cualquier lugar, menos en el lugar esperado, en los caminos, ante los bancos, y en la tienda sobre los mostradores, entre los sombreros y los pares de zapatos, en el pasto, a pleno sol (se alimenta de sol) o a la sombra (se alimenta de sombra) o en el límite de la sombra y del sol, manteniendo una conversación entre las flores de los parques, o justo al lado, o contra un banco (¿es posible acaso prever dónde un gato va a echarse?) así son los hindúes. ¡Ah, esos devastados canteros de Calcuta! No hay inglés que los more sin un estremecimiento interior. Pero tampoco hay policía ni artillería capaz de impedir que se sienten donde les da la gana. Inmóviles y sin esperar nada de nadie. El que tiene ganas de cantar, canta; de rezar, reza, a voz en cuello, vendiendo su betel o cualquier otra cosa.

Ciudad increíblemente repleta de peatones, siempre de peatones, donde es dificilísimo abrirse paso, hasta en las avenidas más anchas.

Ciudad de canónigos y de su maestro, maestro en despreocupación y en descaro: la vaca.

Se han aliado con la vaca, pero la vaca no se da por aludida. La vaca y el mono, los dos animales sagrados más insolentes. Hay vacas en Calcuta por todos lados. Cruzan las calles, se atraviesan en una vereda y la hacen intransitable; defecan ante el automóvil del Virrey, examinan las tiendas, amenazan el ascensor, se instalan en el descanso de la escalera, y sí el hindú fuera comible ya se lo habrían comído.

En su indiferencia por el mundo externo, también es superior al hindú. Visiblemente, no busca explicaciones, ni verdades en el mundo externo. Maya, todo eso. Maya, este mundo. Eso no cuenta. Y para comer un simple puñado de hierba, necesitan más de siete horas para meditarlo.

Y abundan, y rondan, y meditan por todas partes en Calcuta; raza que no se mezcla a ninguna otra, como el hindú, como el inglés, los tres pueblos que habitan esta capital del Mundo.

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