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En el decoroso piso de sus padres, no lejos de la plaza de Manuel Becerra, descubrió Manuel Izquierdo que había en Madrid muchos como él. Entre este soso descubrimiento, que hizo Manuel al acabar bachillerato, y la corroboración exhaustiva del mismo, que hizo recién cumplidos los 50, transcurrieron treinta y tantos decorosos años. Hizo la carrera de Derecho. Tuvo un par de novias antes de los 30. Hizo una oposición de auxiliar administrativo en el Banco Hispano Americano. Solía correr en el Retiro cuatro o cinco veces por semana al regresar de la oficina, a última hora de la tarde. Gracias a esto conservaba a los 50 un aspecto agradablemente juvenil. En la oficina se le consideraba un buen muchacho. Era amable, reservado. Le gustaba leer ensayos de filosofía y de teología, y también cierta clase de poesía: la más solemne, elegiaca, grandiosa. Manuel era hijo único. Sus padres, que se casaron muy enamorados, un poco tarde, ofrecían, cuando cumplió Manuel 30 años, una estampa de pequeña y cotidiana beatitud, el resultado de una felicidad uniformemente sentida al mismo tiempo y en el mismo grado por los dos, que se iba, hacia el futuro, dorando, apaisando, rebrillando un poco sólo en ocasiones señaladas como la mantelería o la vajilla de invitados. La madre de Manuel era un ama de casa que nunca había salido a trabajar, y su padre, cuando Manuel tenía 30 años, contemplaba ya la jubilación anticipada como un interminablemente dichoso fin de semana en el piso próximo a Manuel Becerra, saliendo a dar una vuelta después de las comidas y sentándose a ver la televisión después de merendar, de siete en adelante. Educaron a Manuel con el mismo decoro con que se enamoraron y casaron, en la que por entonces era la religión oficial de los españoles: la religión católica. Esa conocida y desvaída versión católica apostólica y romana de la fe cristiana, la fe sobrenatural en Jesucristo.

La memoria de Manuel retenía de sí mismo, como las fotos de los álbumes familiares, una larga e incluso curiosa sucesión de instantáneas. Y bajo cada instantánea retenía su memoria el significado correspondiente, condensado en una frase escrita de su puño y letra, una buena caligrafía de auxiliar administrativo: "Con mi padre y mi madre en las Vistillas", "Mi madre y la tía Matilde delante de El Corte Inglés de la calle de Preciado" , "Rocío delante del monumento a Cervantes de la plaza de España. Madrid", "Genoveva en el Retiro un verano con una bolsa de palomitas de maíz". No había ninguna foto espectacular. No había ningún significado especial. Había en la vida de Manuel, a los 50, tantas fotos, tantas significaciones como horas de reposada lectura o de competiciones deportivas o paseos por el Retiro o por Madrid. Lo único que a los 50 años -en vida todavía de sus padres, y aún soltero Manuel- le pareció sobresaltante fue que una vida tan sin sobresaltos, tan regida por la amable identidad, incluyese también esta extraña denominación: cristiano, que lo recubría todo como un soso y valioso pan de oro. La fe y costumbres de Manuel eran cristianas, y eso recubría todo lo demás con una suplementaria identidad aurífica procedente de un acontecimiento histórico -tan histórico por lo menos como el magisterio de Sócrates o el nacimiento de Napoleón Bonaparte- que tuvo lugar dos mil años atrás, dividiendo el calendario occidental en un antes y un después de Cristo.

Era mediados de noviembre. Se veía venir la Navidad en el otoño-invierno de los escaparates de Goya y de Serrano. Y se avecinaba ya en El Corte Inglés, más próspera que nunca y tan cristiana como siempre: un invento -al decir de mucho mal pensado- de estos grandes almacenes, a la par con los días del padre y de la madre. Nada anormal, las fiestas navideñas, ni después de Franco ni con Franco. Aquel otoño llovió mucho, se anegó media Extremadura y en la avenida de Pío XII un alto muro de cemento y ladrillo se desplomó aplastando cinco o seis renovados automóviles y la marquesina de cristal de un autobús de la EMT que acababa justo de recoger a los viajeros. A diferencia de los coches, esta vez se salvaron los peatones de milagro. Ese mismo día, por la tarde, al regresar de la oficina, en vista de que no amainaba el temporal y no valía la pena intentar, como tenía por costumbre, correr por el Retiro, Manuel se quedó en casa, y, hojeando su álbum de textos escogidos, dio con lo siguiente: "Las grandes palabras de los tiempos en que el acontecer era aún visible no son para nosotros". Era una línea, la anteúltima, del espléndido Réquiem por Wolf von KaIckreuth, de Rilke. Este texto, con otros dos de Hölderlin, copiados por Manuel a mano, formaban una sección claramente distinta del resto del cuaderno, encabezada con la palabra "Nostalgia". Dentro de un paréntesis, leyó Manuel la frase: el regreso es la infidelidad más profunda -esta frase, al no estar entrecomillada, debe de ser una ocurrencia mía, pensó Manuel-. Como otras veces trató Manuel de imaginar -sin lograrlo- a qué acontecimiento se refería Rilke en estos versos. Luego, también como otras veces, leyó un fragmento de Regreso al hogar, de Hölderlin: "Cuando bendigamos la mesa, ¿a quién podré invocar? Y cuando descansemos del ajetreo cotidiano, ¿a quién daré las gracias? ¿Llamaré para ello por su nombre al supremo? Un dios no ama lo impropio. Y nuestro gozo es demasiado pequeño para contenerlo". El siguiente texto decía: "¿Por qué ya no hay un dios que señale la frente de los hombres y marque con su sello como antaño al elegido? O, alguna vez, él mismo descendía, tomando forma humana y confortante ponía fin a la fiesta divina. Pero llegamos tarde, amigo. Ciertamente los dioses viven todavía, pero allá arriba, sobre nuestras cabezas, en un mundo distinto. No siempre una vasija frágil puede contenerle. El hombre soporta la plenitud divina sólo un tiempo. Después, soñar con ellos es toda nuestra vida".