[3/4]

Habían llegado ya a la esquina de la Cruz Blanca. Manuel dijo:

- Me has dejado, África, sin habla. Como si en vez de ser la chica más guapa que jamás he conocido fueras el continente de tu nombre propio, a una de cuyas interminables playas hubiese yo llegado, por primera vez, exhausto, en un bote de remos. Me merezco una cerveza y unas bravas. Entramos

- Como quieras. Pero es una cervecería incómoda, hasta los topes, como ves. No hay mesas libres. Y demasiados niños pijos juntos.

Entraron. Estaba, efectivamente, de bote en bote. Volvieron a salir. Continuaron el trecho que quedaba hasta el Retiro por Alcalá. Entraron al Retiro por la Montaña de los Gatos. África dijo:

- Allí arriba no habrá nadie. Hace a esta hora mucho frío. ¿Has subido alguna vez?

- Miles de veces. Corro por aquí cuatro o cinco veces por semana.

- Debe de ser que te cunde entonces correr tanto. Porque se te ve mejor que muchos de mi edad.

- Gracias.

Se sentaron en el murete de la plazoleta circular de la Montaña de los Gatos:

- Es chocante que, contra toda verosimilitud, saltes de pronto con lo del misterio de la Encarnación. Del Opus no serás, espero.

- Solo sé lo que he dicho. Como en un examen tipo test. He dicho lo que vulgarmente se dice.

Entonces, sin saber por qué, Manuel contó a su compañera lo de su colección de textos del romanticismo alemán sobre los dioses que anduvieron por el mundo y ya se han ido, y añadió lo de Rilke, abreviándolo:

- Las únicas palabras que nosotros tenemos, África, son las que sirven para contestar exámenes tipo test. No podemos alzar la voz, porque lo que todos los años se viene celebrando desde hace dos mil años por navidades, sucedió hace dos mil años y ya no ha vuelto a suceder nunca jamás. En la cultura occidental nos hemos quedado sólo con las palabras que se usaron para referirse a aquello, y que ahora son sólo palabras.

Y África dijo:

- Pero para ti, Manuel, no son sólo palabras: tú sabes lo que significan.

Y dijo Manuel:

- ¿Tú crees que lo sé? No estoy yo tan seguro. Una vez, por Reyes, debía yo de tener 10 años, quizá 11, porque aunque en casa mis padres seguían poniéndome los regalos en una cesta de la plancha, detrás de la cortina de la sala, hacía ya tiempo que no creía yo en los Reyes, y las cosas que quería las pedía sin escribir carta, de palabra. La costumbre de poner los zapatos detrás de la cortina se conservó en casa porque ellos, mis padres, se divertían más que yo con los Reyes. Aquel año me trajeron una estupenda goleta de tres palos, para armar; en la tapa de la caja se veía la goleta, navegando a toda vela, con la proa, el oleaje azul y blanco espumeante y una isla a lo lejos, un lomo alargado, antediluviano, volcánico, entre la bruma, una isla que tapaba la mitad del horizonte, con palmeras y otros árboles indiscernibles, más difuminados incluso que la propia isla. Era un barco estupendo. Lo malo fue al abrir la tapa: al abrir la tapa estaba todo en piezas, las velas, los foques, los mástiles, las cuerdas, los marineros, las bodegas, el cargamento, el timón a popa, la bandera de la marina mercante de su graciosa majestad británica, todo. Contemplaba todo aquello de rodillas, sentado sobre los talones, y le pregunté a mi padre: y ahora, ¿qué hay que hacer ahora? Y mi madre dijo: "¡Este niño, qué preguntas pregunta! Te hemos comprado... los Reyes te han traído lo que querías. Y, ahora que lo tienes, no te gusta". Y yo dije que sí que me gustaba, pero que como había que montarlo, y no sabía, no me gustaba tanto como me gustaba cuando lo veía, sin tenerlo que montar, en el escaparate de la juguetería. Pensarás, África, que yo era un niño idiota, y sobre todo pensarás que qué tiene que ver con lo que hablábamos.