"Nada puede ser más útil a un hombre que
la decisión de no permitir que le den prisa"

Henry D. Thoreau

Creo que son estas tardes que comienzan a ser cálidas o los árboles del boliche de Bocayá y Gaona, donde caíamos de vez en cuando, ya bien frondosos, los que me obligan a escribir estas cosas. Tal vez sea el tiempo que va borrando algunos recuerdos -¡tan rápido!- y el temor de olvidar algunos gestos, esas pequeñas cosas que definen cabalmente a un hombre, lo que me empuja. Hubiera preferido conversarlo, medio borracho ya de caña para evocarte con mayor fidelidad y más tristeza, ¿pero con quién que acompañe y entienda? Tal vez con... pero he sentido una inexplicable pereza de verlo y conversarlo lentamente en las penumbras de aquel café que frecuentabas. En días como estos es cuando te aparecías de mañana, más pálido que nunca a la luz del sol, y en la frescura de la pieza revolvíamos libros y yo escuchaba tu grave voz de hombre. Sabías que solo en la noche lograbas la congruencia de tu figura, por eso la vivías intensamente y te arrancabas del sueño. De día parecías un fantasma y la luz del sol te hería y mortificaba. Te amanecías por ahí, solo o acompañado, y todos tus amaneceres eran distintos. Hay cosas que no comprendí hasta ahora, como la quietud que comentabas de tu patio, cuando se iba iluminando levemente a través de las enredaderas, hasta que una noche lo contemplé. Creo que nunca estuvimos más cerca.

Tal vez sean estos días de preocupación y amarguras, esta soledad en que ando, los que me recuerdan aquellas noches despreocupadas que caminábamos juntos por Juan B. Justo, pisando el antiguo cauce del Maldonado. Así se nos iban las cuadras desde Flores hasta el café de la Paloma, obligado punto de reposo y nuevos cigarrillos, mirando los frentes de las viejas casas que aún se mantienen sin la ribera del arroyo, o escuchando aquel acordeón que motivaba el baile debajo de la higuera de la esquina. Hablábamos de compadres y de fronteras de silbidos, de muchachas y de caderas que nos desvelaban, o nos poníamos a imaginar de dónde venía aquel río de humo que el viento arrastraba desde la Chacarita o la quema de Flores. Las charlas resultaban inevitablemente porteñas. Eran noches templadas y llenas de estrellas; caminábamos lentamente y a veces callados durante cuadras. Y Borges y Mastronardi eran cita obligada. Es difícil hablar de vos sin recordar algunas admiraciones. Y ellas, hombres, libros y mujeres nos daban tema para tantas cuadras y a veces para el silencio. De tu memoria infinita surgían a través de tu voz, de tu inconfundible voz que parecía hecha en el campo, el sentencioso recuerdo de coplas y milongas. Los otros, los grandes hombres universales, quedaban para otros momentos. Allí te entregabas plenamente a la calle y por instantes te convertías en un compadre antiguo que se animaba en las coplas. Yo caminaba a tu lado, macizo, fuerte, sin dolores, burgués, acopiándote como si presintiera todo esto. Cuando hablaba sentía mi voz extrañamente estúpida al lado de la tuya, y me callaba. Jamás pude recordar un verso y te los solicitaba vagamente, y luego de una pausa de silencio, fluían lentamente, con una entonación profunda que los enriquecía. He vuelto a leerlos y es tu voz de guitarrero la que me los está diciendo. Ahora por esos lugares ando topando tu muerte en cada esquina.

Eras el poeta mítico e irrealizado; te ibas en desganos y en aprontes; total, ¿para qué? ¿Para qué habías de pronunciar otra memoria que la del hombre? ¿Para qué busca el hombre otra memoria que la del hombre? No te interesaba otro prestigio, bien lo sé. Las disputas, las rabias, las glorias literarias que te enfurecían se te convertían en un gesto desganado, en largos encierros, en soledades. Cuando regresabas decías que habías andado sonámbulo. Vivías pensando en lo pasado, en Ascasubi, que evocabas frente al Quiroga tremendo, que se sabía la Biblia de memoria, en Lavalle que tenía tiempo de preguntar por las tucumanas mientras huía, en las figuras fantasmales de Figari que se movían en los patios sombreados y profundos. Eras evocador de muertes y de pasados.

Nadie mejor que vos sabe por qué debo escribir esto y mis deseos de llenar estas páginas de insultos y chabacanerías para quedar limpio de toda intención literaria. Pensarte ahora, en tus pequeños gestos, en el amplio bracear cuando caminabas, en el lento cigarrillo, sabiamente fumado, en la jactanciosa manera de sacar pecho -recuerdo como lo hacías al lado de una mujer alta, con afán de estirarte- en la lavanda, en la arruga de tus camisas blancas que enturbiaban tus horas, es darte esta pequeña vida que da la memoria.

A veces pienso que podrías obligarme a creer en los milagros haciendo crecer tu voz amiga del otro lado de los vasos.

Buenos Aires, marzo de 1945


[Este texto forma parte del libro Relación parcial de Buenos Aires, de Alberto Salas, Editorial Sur]