Un hombre, atravesado por el dolor y necesitado de hablar en el crepúsculo y la posterior noche nevada de San Petersburgo, es el protagonista de "Tristeza", el admirable relato con que "Tijeretazos" regresa a uno de los autores más altos que pueda exhibir la literatura: el ruso Antón P. Chéjov (1860-1904), cuentista y autor teatral al que, ineludiblemente, siempre hay que volver.

Iona ha sufrido una pérdida y siente que debe comunicarla, de esa manera, conjetura, podrá pensar en ella, aletargar el sufrimiento. Los apurados habitantes de la urbe ¿pueden escucharlo? Sí podrá aquél que en el final elige como confidente de su pena, en una punzante resolución. Mientras desliza apuntes impiadosos sobre la vida en una gran ciudad a principios del siglo que pasó, Chéjov traza un inolvidable retrato de Iona, digno de figurar en esa antología de humillados que con amor, y minucia, retrató en su producción.

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¿A quién confío mi tristeza?


Crepúsculo vespertino. Los grandes y húmedos copos de nieve revolotean perezosamente junto a los recién encendidos faroles cubriendo de una capa fina y blanda los tejados, los lomos de los caballos, los hombres y los gorros. El isvoschik Iona Potapov, todo él blanco como un fantasma, encorvado hasta cuanto puede encorvarse un cuerpo vivo, está sentado inmóvil en su pescante. Diríase que ha caído sobre él un montón entero de nieve que no ha considerado necesario sacudir. Su caballejo está también blanco e inmóvil. Su inmovilidad, sus formas angulosas y la tiesura de palo de sus patas, le hacen presentar el aspecto, aun contemplado desde cerca, de un caballito de pranik de a kopeka. Seguramente medita. El que fue arrancado al arado, al cuadro gris familiar y arrojado aquí en medio de este remolino de luces monstruosas, rugido incesante y gentes corriendo, no puede dejar de meditar.

Hace largo tiempo que Iona y su caballejo están inmóviles. ¡Han salido de casa antes de la comida, pero los clientes no acuden..., no acuden!... He aquí que ya la oscuridad de la noche envuelve la ciudad. La palidez de las luces de los faroles aviva su color y el barullo de la calle se torna más ruidoso.

- ¡Isvoschik!... ¡A Viborgskial -oye decir Iona-. ¡Isvoschik!...

Iona se estremece y, a través de sus pestañas llenas de nieve, ve ante sí un militar cubierto con un capote y con la capucha puesta.

- ¡A Viborgskia! -repite el militar- ¿Estás dormido? ¡Llévame a Viborgskia!

En señal de asentimiento, Iona agita las riendas, con cuyo movimiento se desprende la nieve que cubre sus hombros y el lomo del caballo... El militar toma asiento en el trineo. Haciendo restallar la lengua, el isvoschik estira el cuello con gesto de cisne, se despega ligeramente del asiento y, más bien por costumbre que por necesidad, alza el látigo. El caballejo estira a su vez el cuello, tuerce sus patas de palo y se revuelve en su sitio.

- ¿Adónde vas?, ¡diablos -dicen a Iona poco después desde la oscura masa movible que avanza y retrocede- ¿Adónde te empujan los diablos? ¡Lleva la derecha!

- ¡No sabes conducir! ... ¡Lleva la derecha! -se enfada el militar.

El cochero de la berlina regaña, el peatón que atraviesa la calle y cuyo hombro tropieza con la cabeza del caballejo, lanza a este una mirada furiosa y se sacude la nieve de la manga. Iona, en el pescante, parece sentado sobre alfileres; empuja con los codos a ambos lados y pasea a su alrededor unos ojos atontados, como si no comprendiera dónde está ni por qué esta allí.

- ¡Qué gente tan canalla! -bromea sarcástico el militar-. ¡A propósito vienen a tropezar contigo a caérsete debajo del caballo! ... ¡Deben de haberse puesto todos de acuerdo!...

Iona vuelve hacia él la cabeza, y mueve los labios... Sin duda quiere decir algo, pero de sus labios solo salen resoplidos.

- ¿Qué dices? -pregunta el militar.

Una sonrisa contorsiona la boca de Iona. Haciendo un esfuerzo pronuncia con voz empañada:

- ¡Un hijo, señor!... ¡Se me ha muerto un hijo hace una semana!...

- ¡Hum!... ¿Y de qué?

Iona vuelve todo su cuerpo hacia el cliente y contesta:

- Y eso, ¡quién lo va a saber!... ¡De las fiebres, seguramente!... ¡Tres días pasó en el hospital..., y allí se me murió!... ¡La voluntad de Díos!...