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Al reflexionar en torno a la cuestión de la barbarie desarrollada durante la primera mitad del siglo pasado, se interpone, casi de forma inmediata, la barrera de lo inefable, esto es, aquello que designa la imposibilidad de puesta en discurso de la experiencia vivida. Calificar de inefable esta convivencia con la muerte equivaldría a plantearse con todas sus consecuencias el problema de cómo una lengua nacida de la racionalidad fue capaz de dar cuenta de lo irracional en un sentido distinto al que caracteriza la poesía y el arte, es decir, cómo una lengua de la civilización serviría para expresar la barbarie.

Lo único que parece nombrar esta inefabilidad es la conciencia de la insuficiencia del lenguaje, el carácter traumático que implica lo acontecido y cómo se ha levantado acta de una ruptura de civilización que, se quiera o no, lo ha cambiado todo. Enzo Traverso lo explica del siguiente modo: "Lo que se ha hecho imposible después de Auschwitz es escribir poemas como se hacía antes, pues esta ruptura de civilización ha cambiado el contenido de las palabras, ha transformado el material mismo de la creación poética, la relación del lenguaje con la experiencia, y nos obliga a pensar de nuevo el mundo moderno a la luz de la catástrofe que lo ha desfigurado para siempre. Después de la masacre industrializada, la cultura no puede subsistir más que como la expresión de una dialéctica negativa: el reflejo estético de una herida que rehúsa tanto la consolación lírica como la pretensión de recomponer una totalidad rota." [1]

La afirmación de que todo ha cambiado desde Auschwitz surge de una doble afirmación: el genocidio fue una perversión extrema del lenguaje y lo real vivido en los campos de exterminio desafía tanto al lenguaje de la razón como al del hombre corriente. Es por esto por lo que resulta de sumo interés confrontar a la vasta memoria histórica convenientemente democratizada, los problemas que comporta el lenguaje a la hora de intentar dar cuenta de la experiencia vivida, lo que, paralelamente, se convierte en una cuestión de estilo, de retórica y, sobre todo, de una actitud ética-estética manifiestamente responsable.

El cine, en su papel de sustituto y asimilador de la mirada del hombre, chocó frontalmente contra esta crisis de civilización y cultura que liquidó del horizonte los buenos presagios en forma de progreso que el paradigma Moderno había prometido y, con la misma incapacidad que manifestaba el lenguaje, desarrolló una serie de respuestas que pudieran dar cuenta de esa inefabilidad patente en el discurso; de la posibilidad de re-construir la mirada desde una situación de bancarrota cultural y apuntar, en la medida de lo posible, hacia una vía de restauración de los cimientos de una idea de cultura de Europa.

De este modo, la propuesta tendrá una doble articulación: en su primera parte, dos tipos de narración cronológicamente separadas -una, inmediatamente posterior al fin de la guerra; la otra, temporalmente espaciada- tratarán de vertebrar lo inefable en su discurso cinematográfico, además de sacar a la luz toda una serie de valores adscritos a sus respectivas actitudes ético-estéticas; en la segunda, siguiendo la pista de estos valores, será propuesta una forma de recuperación por parte del cine de esos fragmentos culturales eliminados con lenta y cuidada precisión quirúrgica durante la época de crisis.

 

E l · m i t o · c o m o · n a r r a c i ó n

Al iniciar la producción de un proyecto cinematográfico, siempre hay una pregunta a realizar de inmediato, esta es, ¿Cuál es el objetivo que nos proponemos? y, a renglón seguido, otra cuestión no menos importante, ¿Cómo llevar a cabo dicho objetivo? Para el realizador francés Claude Lanzmann su objetivo era el que sigue: "Lo que hay al comienzo del film es, por una parte, la desaparición de las huellas; nada hay ya, y es a partir de esa nada desde donde había que hacer una película. Por otra parte, la imposibilidad de contar de los supervivientes mismos. Imposibilidad de hablar, dificultad -que se ve a lo largo de toda la película- de parir la cosa e imposibilidad de nombrarla: su carácter innombrable".[2]

Edificada ante lo innombrable, Shoah (íd, 1985) representa, frente a las inútiles tentativas negacionistas y revisionistas perpetradas con intenciones espectaculares por cierto sector de la industria cinematográfica, un intento por rellenar, de alguna forma, mediante algún estilo, ese espacio vacío donde antes había una huella, y del que sólo queda la nada; poner la mirada en la brecha abierta y de difícil cicatrización que supuso para el mundo la experiencia de la barbarie. Por ello, y más complejo aún que el objetivo propuesto, convendrá, en primera instancia, aclarar la metodología requerida para llevarlo a cabo.

Ante esta perspectiva, la primera decisión de Lanzmann, a la vez ética y estética, es la de eliminar cualquier imagen-testimonio gráfico de archivo y obviar, de este modo, cualquier concesión a la fascinación, al detalle morboso que pueda desviar al film de su verdadera intención. Como el propio realizador declara líneas arriba, la película se gesta a partir de la nada, de unos escombros culturales materializados en ruinas bajo las cuales se ocultan los hornos crematorios y las fosas comunes donde eran enterrados los cuerpos; de vías de tren sobre las cuales ha crecido la hierba y de parajes de bucólica estampa que ocultan la encarnación del mal en su faceta más radical. Y es desde estos lugares tan evocadores como anodinos, desde donde su director pretende penetrar en ese pasado enterrado. De esta manera, el proceder de Lanzmann primará en su narración dos vías: una inspección de todos esos lugares bellos y anodinos que esconden hoy la historia real; y una instigación al hombre para que regrese a ellos por medio de su relato, de su palabra, intentado hacerlo, si cabe la posibilidad, físicamente.

La dificultad, además de por el borrado de huellas y por la inefabilidad de la propia empresa, estriba en el marcado carácter intemporal del relato, en lo que se diría el anti-relato, puesto que "No hay más que masas de seres humanos que llegan y mueren gaseadas y que son enterradas o quemadas. Todo relato, literario o histórico, implica una temporalidad. Aquí, el tiempo no existe, contrariamente a lo que sucede en el sistema concentracionario. Se trata de la repetición de gestos casi "industriales" que un relato no puede transmitir, pues narrar implica el paso del tiempo." [3]

Parece pues, que ante la marcada imposibilidad de recurrir a una pedagogía de las imágenes, se une a continuación la imposibilidad de construir un relato -en este caso, cinematográfico- en torno a una materia que por su naturaleza no puede estar contenida dentro de éste. ¿Cuál es la solución por la que opta Lanzmann?

La empresa en la que se embarca el realizador francés y que consume una década de esfuerzos adquiere, por derecho propio y por su magnitud, un carácter mítico y, siguiendo a Sánchez-Biosca, convendría explicar por qué. Según éste, "Lanzmann es consciente de que su afán por evocar lo originario situándolo en el instante mismo de la muerte tiene mucho de mítico, aún cuando él desee denominar a su empresa un contra-mito: "Una película dedicada al holocausto no puede ser más que un contramito, es decir, una investigación sobre el presente del Holocausto o, cuando menos, sobre un pasado cuyas cicatrices todavía están tan vivas y frescamente inscritas en los lugares que se dan a ver como en una alucinante intemporalidad" [4]

 

[1] SÁNCHEZ-BIOSCA, Vicente. Cine de historia, cine de memoria. La representación y sus límites, Cátedra, Madrid, 2006. pág. 90
[2] Op. Cit. pág. 123.
[3] Op. Cit. pág. 96.
[4] Op. Cit. 124.