Una mujer y un hombre, una noche, una chimenea ardiendo y las inevitables confidencias que el entorno suscita. Tales los elementos de los que parte "Secretos" para internarse en las procelosas aguas de la literatura fantástica y en uno de sus temas esenciales: los fantasmas.

Su autora, Lidia Morales, argentina y contemporánea, prodiga una escritura, donde se encuentran rigor y sentimiento, que no teme confrontarse con la rica tradición rioplatense en la materia, a la que sabe imprimirle un sello decididamente personal.

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"Nunca", dijo ella, y se quedó vibrando en el aire la voz, por un rato, hasta que se fue apagando en mi cabeza. Después, de a poco se filtró otra vez la música que había elegido antes para que nos ondulara alrededor.

Hasta ahí era una noche de ésas: una mujer que te gusta hace mucho, la excusa del frío para encender un fuego y tomar algo fuerte, y todo el tiempo por delante.

Y entonces ella dijo esta palabra que desata la historia.

Me estiré apenas y alcancé la barra para mover los leños; el fuego chisporroteó y el cuadrado negro del hogar fue un diminuto cielo de fuegos artificiales, mientras la palabra empezaba a resonar otra vez en mis oídos con la misma raspadura suave con que había atravesado el aire. Nunca, decía, y delimitaba un bloque cercado donde cabía todo el pasado.

"Yo sí hubiera vuelto alguna vez", dije, "Por lo menos una vez", y le buscaba la cara esperando que por un parpadeo ella dejara de mirar el fuego o el techo y me abriera esa compuerta de agua oscura que le conocía. Los hombros se le levantaron apenas. Para qué iba a volver. No había tenido ganas de saber nada de todo eso, la casa, el lugar, y mientras hablaba se pasaba la mano por el pelo, empezaba cada frase con un suspiro y la deshacía en una risita nerviosa, hasta que miró en redondo los muebles y buscó fastidiada el equipo de música como si fuera el culpable de la melancolía que flotaba en la sala. De un salto la hice desaparecer, con urgencia; toqué botones hasta que el espacio se puso como de fiesta con la banda que había entrado a tocar, pero me pareció mucho para esa noche con secretos al lado del fuego; una combinación que no se podía estropear. "Es mucho", dije como disculpándome, y busqué otra densidad para el aire, maldito aparato, dónde había una música adecuada, hasta que aparecieron unas guitarras esperanzadas que llenaron todo de encajes. Ésa le gustó, y empezó a mover un poco los pies, como si bailara, pero yo vi una huida.

No le sirvió de nada porque la acorralé, con guitarras y todo; volví a hacer la pregunta, por qué se había ido así, y la avancé, le puse la mano en la pierna. Insistí porque me parecía que ahí empezaba eso tan oculto que nunca me había podido contar, como si sólo pensar en decirlo la estrangulara.

Ella apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y se deslizó hacia abajo, se entregó a buscar recuerdos en las vigas. Así supe que la casa era linda, o por lo menos había sido linda. Estaba como en una lomita, a unos tres metros, que iban bajando hasta el cerco de plantas que la rodeaba. Ella describía tan vivas a las cosas que yo me perdía hacia adentro en las imágenes, mirando el brillo de la ginebra que caía en el vaso. Pero seguía sin contestar por qué la había abandonado tan limpiamente, hasta que algo se agravó en su voz: "..por fuera era linda."

Yo tarareé el "Por áhi andaba Garay..", pero ella no dijo toucheé ni nada y siguió mirando el aire como un poeta que trata de recordar unos versos viejos. Dijo que la casa era oscura, que uno prendía la luz y parecía que las paredes se la comían. Nunca había logrado verla bien iluminada: ahí adentro una gran boca negra se tragaba la lamidita de sol esmerilado que llegaba. La luz parecía quebrarse en las ventanas y entraba renga, apaleada... Sí, esa palabra usó, apaleada. De eso me acuerdo bien, aunque no tiene importancia. Me acuerdo porque yo me reí; me reía como el chico que está por subir a un juego peligroso.

El tema de la luz la cambió de pronto: ahora sufría, o empezaba a asomar algo que en ella sufría, y se puso peor cuando dijo que al atardecer tenía que forzar los ojos para no tropezarse con algo. La boca pareció empezar a temblar, o era la cara que de alguna forma se esforzaba por no huir, "¡Y no se veía nada!", cerró de pronto con rabia, y nos quedamos callados.

A mí me gusta mucho mirar el fuego. Es como un juego virtual, para perderse hipnotizado en sus instancias infinitas: mirándolo uno cree entender cuál es esa belleza que buscan los bailarines, pero al instante se duerme, y lame sin apuro, o es una bandera de seda en el viento. Ella estuvo todo ese tiempo mirándose las manos, floja. Yo no quería que se escuchara ni mi respiración, pendiente de lo que vendría. Y vino, porque declaró que eso de la luz era lo de menos, que se veía algo, y luchó con alguna traba implacable hasta que lo largó como un cuchillo que me pasó silbando delante de los ojos: "Estaba llena de fantasmas".

Mi mano hizo desaparecer las guitarras, y su voz fue desplegando, borrosamente, el principio de la historia: en la penumbra de la casa, lo único que veía era la presencia gris de alguno. A veces. Asomando atrás de algún ropero.

No me pareció bien mostrarle que me daba risa, y todavía sonreía como invitándola a cerrar la broma, pero ella seguía; que no era verlos de verdad, sino ver con otra clase de ojos. Saber que está ahí, saber qué aspecto tiene, saber cómo está vestido.

Eso me alivió, sin saber por qué. Estaban vestidos; cada uno con su ropa, ropa como de humo pero siempre la misma. Y me empezó a describir uno a uno los fantasmas de su casa, como si hablara de los vecinos.


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