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Para Beatriz Arce y Juan Jiménez García, en reconocimiento


"Mientras estas ideas me asaltan, vuelvo al adolescente porteño, en un cine de barrio a mitad de los años 50. Quisiera interrogarlo sobre tantas cosas que en su momento no me interesaban y hoy son las únicas que deseo poder recuperar. Pero permanece obstinadamente mudo. (...) Si algo me dice con su silencio es que le parece cómico y patético también, verme inclinado, revolviendo el tacho de basura de la Historia."

De Mitteleuropa-AM-Plata (1995), Edgardo Cozarinsky.

"Si hubiera un solo día en que no estuviera confundido, en que no me avergonzara de todo, en que sintiera realmente que pertenezco a algún lugar..."

Jim Stark, personaje interpretado por James Dean, en Rebel without a cause (Nicholas Ray, 1955).


I

Las fechas no pueden ser precisas. Sí, las sensaciones. O, mejor escrito, la manera en que la memoria las ha trabajado. Hay, en el comienzo de este viaje, la imagen de un ombú en el patio de la casa, cercana al Río Salado, de los padres de un amigo cinco años mayor, que eligió acabar con su vida una Navidad en los primeros años de los '70; el adolescente que fui en el que ya no me reconozco, que imaginaba tener una cierta sabiduría sobre el cine y, en realidad, lo ignoraba todo; una ciudad de la República Argentina, sita a los 31 grados de latitud sur y 60 grados de longitud oeste, que tiene por indicial nombre Santa Fe de la Veracruz, en la que, con intermitencias, viví algo más de veinte años y a la que quizá nunca vuelva; un cineclub al que en ese entonces yo imaginaba, desde mi avidez, como el centro del mundo; una soledad que sólo parecía atenuarse en la oscuridad de las salas de cine, sin que percibiera que era precisamente allí donde se ahondaba al aumentar en mí la confusión entre la realidad, palabra que en ese momento designaba algo concreto para mí, y el cine.

Y en ese entorno apareció -¿a mis trece años, a mis catorce?- Les quatre cents coups. Sin duda, en el momento en que la vi por vez primera me debe haber gustado, y mucho. Buena prueba de ello es que, desde entonces y hasta hoy, puedo tararear algunas frases de la música original de Jean Constantin, y que, después de verla, me avalancé sobre cualquier libro de Honoré de Balzac que estuviera al alcance de mis manos. Pero esa impresión favorable ¿se debió a una emoción mía o a un acatamiento inconsciente a las excelentes críticas recibidas en el momento de su estreno? Por aquel entonces, cabe aclararlo, creía en la institución crítica. De cualquier manera allí me encontré, y ni siquiera podía sospecharlo, con el actor, que con los años, se convertiría en mi favorito: Jean-Pierre Léaud, no tanto por sus trabajos para Truffaut -aunque me sigue emocionando su actuación en Les deux anglaises et le continent- sino por algunos de los que concretó para Jean-Luc Godard: Masculin-Féminin, La chinoise, Détective; para Philippe Garrel : L'naissance de l'amour; para Pier Paolo Pasolini: Porcile y, sobre todo, para la formidable La mamain et la putain, de Jean Eustache. También allí, tropecé, sin saberlo, con Jacques Demy, que hacía una breve aparición como un policía, y que, hasta ahora, es uno de los cineastas que más respeto.

¿Y Truffaut? Todavía recuerdo las lágrimas que derramé en un desayuno, en 1984, sobre mi tazón de café con leche al enterarme de su temprana muerte. En algún lugar debo tener el mal poema que escribí para la ocasión. Pero esa emoción se ha atenuado con el correr de los años. Organizando, en el 2002, una revisión de parte de la filmografía de Truffaut para una institución de cuyo nombre, afortunadamente, ya no puedo acordarme, me encontré con que Les quatre cents coups me dejaba indiferente y que La nuit americaine, en copia doblada al inglés que es la única que puede hallarse por estas latitudes, también y que hasta me provocaba cierta indignación por su desembozado elogio a un cine inolvidable que ha desaparecido, es cierto, pero que también sembró las semillas para que, años más tarde, la gente aceptara sin mayores rubores que las películas son una rama, menor, de la industria del entretenimiento. Hay filmes de Truffaut que me siguen entusiasmando mucho: La peau douce, sin duda, al menos para mí, el mejor; Baisers volés, donde aprendí como untar la manteca sobre las galletitas sin que éstas se quiebren, de lejos la más bella del ciclo Doinel; La Sirene du Mississippi; Les deux anglaises..., por supuesto; Une belle fille comme moi, merecido tributo a una actriz extraordinaria: Bernardette Lafont y La femme d'a coté. Pero lo que ya no alcanzo a ver es la obra toda detrás de las evidentes superficies, el dibujo que forman sus películas. Probablemente por deficiencias mías, aunque no descarto la posibilidad de que el "universo Truffaut", comparado, por ejemplo, con el "universo Godard", hoy me resulte estrecho, enturbiado por alguna de las formas de la mezquindad, intelectual o emotiva, vaya uno a saber. Lo que estarían evidenciando tanto la manera en que, en sus películas, se mantuvo obstinadamente lejano de lo que ocurría en derredor suyo, salvo sus amores transcriptos de manera cifrada, como la absolutización del amor -sí, que por supuesto hace mal, como lo reitera en su obra- como móvil de conducta para sus personajes.