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Cine en casa

Mis hijos se olvidarán tan pronto, quizá por culpa de mi aullido. Estábamos sentados en el comedor, el sábado por la noche. Primero vimos En el zoo, un cortometraje sobre el parque zoológico, y después una de risa. La niña corrió a que la cogiera en brazos, mientras yo reía, y reía por infinitas razones. Claudio montó la tercera de las películas alquiladas en el comercio de costumbre. Antonio gritó: "¡Un momento!"; corrió a la cocina a correr pan y volvió masticando un enorme bocado. Se sentó junto a su madre. Estaba feliz. Nada en el mundo habría podido aumentar su felicidad. Julio hacía desparecer el siete de copas bajo los ojos de Rosanna. Rosanna decía: "Mamá, ¿cómo se las arregla para ser Dios?"

Sobre la pared blanca, dentro de pocos segundos, aparecería la imagen de un barco. Pesca en el Norte. Claudio había leído en voz alta el título de la caja. Todos miraban a la pared. Se apagó la luz. También yo era feliz. ¿Tenía la culpa de ser feliz? "Un muerto", dijo el confesor. "No basta", respondí. "Cien muertos", insistió el confesor. Como el aliento le olía mal, tenía que mantenerme alejado de la rejilla del confesionario. Me decía cosas maravillosas que resbalaban sobre mí, como el agua sobre el marmol, porque le olía el aliento. "Tres millones de muertos", dijo. No, no, yo soy feliz. Soy feliz por ese pedazo de pan que mi hijo mástica; por la melena de mi mujer, que se hace plateada cuando su cabeza aflora en el cono de luz que atraviesa la habitación; por los crujidos de las sillas; por mi postura: apoyado en un mueble de nogal -esta noche su precio es tan alto que no seré pobre mientras viva-. Hay posturas en las que encontramos como un molde que nos esperaba; basta mover un brazo un sólo centímetro para no ser ya feliz. "El dependiente se ha equivocado", dije. No era Pesca en el Norte, sino un salón lleno de espejos. Un hombre se desnudaba rápidamente, se quedó en calzoncillos. Los niños comenzaban a reírse. La oscuridad que había detrás de la espalda del hombre era una puerta que se abrió, y apareció una mujer desnuda. En un relámpago, el hombre se quitó los calzoncillos, y la mujer tendió los brazos hacia él. Yo aullé. Sólo durante el aullido los ojos de mis hijos no vieron nada. También mi mujer se había levantado y gritaba. Sus manos pasaban como mariposas ante la pantalla. Mientras tanto, el hombre había cogido un seno de la mujer. "¡Quieto, quieto!", aullé. Podía morirme tirarme por la ventana. Todo el mundo podía suplicar de rodillas junto a mí, pero aquel hombre no se habría podido estar quieto. Una docena de plános más y habríamos visto en primer plano la parte de la mujer hacia la cual avanzaba, como una boca, el encuadre. Di una patada a la mesa. Antonio encendió la luz. La máquina estaba tirada en el suelo y humeaba. Con un cojín del sofá me precipité sobre la máquina, pero no era necesario. Antonio miraba la máquina, la palpaba para buscar el sitio dónde estaba rota. Habría querido hacer algo hasta el alba, y no sabía qué. Todos me miraban. Mejor sería tener que lamentarse del incendio que tener que hablar de cualquier cosa, quejarse de algo, como de un incendio o una enfermedad, en presencia de gente. "Mañana le ajustaré las cuentas al dependiente; le meteré los pelos en la boca para que se ahogue con su brillantina". Si el dependiente hubiera estado allí, lo habría despedazado, porque no sabía que otra cosa podía hacer o decir. Vi que Antonio y Claudio se afanaban con la manivela de la máquina. "¿Se puede arreglar?", dije. Mis hijos no contestaron, y no me atrevía a preguntarlo por segunda vez. Mi mujer había desaparecido con la niña. Pensé: "¿Es posible hacer algo para que lo que ha sucedido no haya sucedido?" No, no era posible. Había sucedido para toda la vida, para todos mis días y los días de Claudio, y los de Antonio, y los de Julio; para todos los días de mi mujer y los de Rosanna. Dieron las once. Comenzaba una vida larga, demasiado larga. Daban ganas de sentarse, de morirse sentado antes que dar los pasos que me separaban del dormitorio.

Ilustraciones de Cesare Zavattini

 

[Milagro en Milán y otros relatos, Editorial Fundamentos, 1983]