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Vieja en primavera
Enrique Vila-Matas


Lo recomiendo a los que no lo conozcan. Como dijo Virginia Woolf, es el espectáculo de una mente privilegiada. Estoy hablando de los escritos de Katherine Mansfield. El espectáculo lo encontrarán por ejemplo, en su Diario y, por supuesto, en todos sus cuentos, en todos esos relatos que ella construyó en tomo a pequeñas grandes minucias.

En uno de sus relatos, una persona, al apretar los batientes de la puerta y descender los tres peldaños que llevan a la acera, siente por primera vez en su vida que es demasiado viejo para la primavera. En otro de sus relatos podemos leer: «Parecía imposible que en aquella hermosa mañana pudiese haber alguien que no fuera feliz. Sin duda sólo ella se sentía desgraciada».

Katherine Mansfield -ayer se cumplió un siglo y siete años de su nacimiento en Nueva Zelanda- se sintió toda la vida -muy breve para ella: sólo 34 años- una mujer vieja para la primavera, y por tanto infeliz en días en los que todo el mundo amanecía feliz. Huyendo de tanta amargura, se dedicó a la literatura, que encontró en ella a un talento excepcional para el cuento.

Katherine no sólo renovó el género sino que lo situó al más alto nivel cuando más desprestigiado estaba en los salones literarios ingleses. Junto con el Joyce de Dublineses presentó una modalidad nueva de relato: historias breves en las que se abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada. Si el cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando otra, el cuento moderno (con Mansfield y Joyce a la cabeza) comenzó a contar dos historias como si fueran una sola. En el caso de Mansfield la de la persona demasiado vieja para la primavera y la de la mujer que se sentía infeliz cuando el día era feliz.

Dos historias como si fueran una sola. La historia -breve, fragmentaria, frágil como su propia vida- la encontramos también resumida en Mansfield en su Diario, donde escribir se convierte en una obsesión y una carrera contra la muerte. Sobrellevando como podía el mal de la tuberculosis, Mansfield hizo un poderoso esfuerzo para situar al relato en el lugar que nunca debió abandonar, pero eso le exigía unas fuerzas que no siempre se aliaban con ella en los días en que se sentía -y eran todos- vieja en primavera. Escribió al final de su Diario -todo un gran espectáculo de su mente- que sólo quería tener salud.

Frase simple, como a veces lo parecían todas sus frases. Pero, como siempre solía ocurrir, a esa frase simple seguía una explicación a lo sencillo, y el lector asistía entonces a ese incomparable espectáculo de su mente: «Por salud entiendo el poder llevar una vida plena (...) Y también quiero trabajar. ¿En qué? Quiero vivir de un modo que pueda trabajar con las manos, el sentimiento y la cabeza. Y que de todo eso, como expresión de todo ello, surja mi escritura».

Hoy podemos verlo. La salud, la vida, estaba para ella escondida en los minuteros de los relojes. En el reloj de la literatura. En un tipo de escritura hecha, como la vida, en pequeñas minucias importantes.

Domingo, 15 de Octubre de 1995

 

[Para acabar con los números redondos, Pre-Textos]